La tela mide1.50 por 1.50. Tensada con precisión tiene la textura ideal para que los trazos transcurran con lucidez, con expresividad. Blanca, muy blanca. La miro con temor. Ese claro vacío me da vértigo y parece que me arrastrara hacia alguna zona inestable de mi cerebro.
Venciendo el miedo, la necesidad o la obsesión me empujan hacia esa cosa indefinible que es tratar de asir el espacio infinito y meterlo dentro de este otro, el de mi tela. Y la pinto de blanco. Blanco sobre blanco. Blanco, blanco. Hay una enorme cantidad de blancos, no los cuento pero los distingo. Van Gogh veía cuarenta negros diferentes.
Las texturas hablan en la forma. Pequeñas, grandes.
Finas como caminos surgen algunas líneas negras... lacres... naranjas trasnochados... Van produciendo tensiones hacia el centro de ese mundo donde, de manera abstracta sé que puedo transitar incorpórea entre las formas solitarias y silenciosas, aunque concretas para mi ojo.
Una imprevista curva me hace caer muy rápido hasta el borde inferior donde una serie de paralelas cortas y anchas a modo de celdas me atrapan un instante. Las recorro con dificultad y poco a poco me elevo, hacia la luz de algún sol ficticio e invisible pero poderoso. Flotando subo y penetro aquella dimensión permitida sólo a los iluminados y a los locos. Allí, aparece una pequeña mancha roja, como sangre coagulada, que late acompasadamente. La vibración me conduce hasta mi propio corazón y recuerdo entonces aquel pasado único y plural. Lo rememoro con el sonido uniforme de la sangre en mis oídos y escucho la música de las estrellas en ese ir y venir. Entonces la cabeza estalla en cientos de soles irradiantes.
¿Qué magia convoca la materia pastosa que corre por mis dedos y mis espátulas? Por mis pinceles?
La mano, ¿trabaja porque conoce el oficio o es guiada desde alguna dimensión extraña a mi mente? Y así, voy siguiendo este viaje del afuera y el adentro simultáneos.
El tiempo se desplaza en su propia dimensión. Entro y salgo de él. Pasajera en un mundo que dibujo con mi mano. Y cuando el recorrido se completa, desciendo exhausta en la parada más próxima y también la más lejana.
© Carolina Menapace® La que habita la casa